Te quiero y por eso llevo tu collar
La importancia de lo material en un contexto no consumista
Siempre llevo puesto un anillo en el dedo anular de la mano derecha. De plata, con piedra de amatista. Una sortija preciosa, fina, elegante y con más de siete años en mi posesión que ha hecho que mi dedo sea cada vez más delgado, amoldándose a la forma y al peso - casi ínfimo - al llevarlo durante lo que son 2555 días. Lo conseguí en el mercado de Navidad de mi ciudad natal. Me lo regaló mi madre. No recuerdo cuánto le costó - íbamos en familia cuando lo compró -, quizá 20 euros, creo que un poco menos.
El otro día creí haberlo perdido. Durante el viaje de la casa de mi pareja a la mía - que son unos diez minutos caminando - no me di cuenta de que no lo tenía. Fue cuando llegué a mi piso que noté un vacío casi universal en todo mi cuerpo. Era como si me faltara el dedo entero. No notarlo fue como una ola de ansiedad y miedo a partes iguales que me recorrió de los pies a la cabeza. Había perdido un anillo, pero sentí como si hubiera defraudado a mi madre.

No sé cuántos objetos tengo. Pueden ser quinientos o mil, incluso más. Sí sé, sin embargo, los que metería en mi kit de supervivencia si de repente tuviera que irme de casa con cuatro cosas. Ese anillo, sin duda, sería una de ellas.
Se habla mucho del capitalismo - yo la primera mismamente en estas cartas semanales - y evidentemente el tener por tener no es algo positivo para nadie: ni para una persona, que solo se da cuenta de ello cuando tiene que hacer una mudanza, ni para la Tierra, que ya sabemos que hacer un pantalón vaquero puede desperdiciar hasta cinco litros de agua. Pero hay algo más profundo en el tener cosas. Ya no solo la sensación de llenar un vacío con un pedido en Amazon - lo hemos hecho todos - sino también, a veces, la sensación de cercanía con alguien o con algo - un lugar, un sentimiento, una acción -.
No me imagino la cantidad de veces que, haciendo limpieza en una casa, se han sacado bolsas y bolsas de basura. “¿Ya estás tirando cosas otras vez?” “Verás como alguna vez necesitemos las chanclas rotas que has tirado”. Esas limpiezas extensas, exhaustas, llevan a abrir cajas y cajas que teníamos por perdidas, por enterradas. Y de repente te encuentras con las cartas que te escribías con tus amigas en primaria, el álbum de pegatinas que coleccionabas en el colegio - junto a los cromos de fútbol o los tazos de pokémon -, el bolso de corchopán que tenías cuando eras pequeña, el último DNI de tu abuelo o las primeras madreñas que te pusiste - aquí quizá no me entiendas por completo, querido lector, pero la cabra siempre tirará al monte -.
Recuerdos que pesan, que son reales y tangibles, que puedes tocar y sentir la aspereza o suavidad del material del que están hechos. Recuerdos que están en tu memoria y también en el armario empotrado de la última habitación de tu casa.
Todos tenemos ciertos objetos que nunca tiraríamos, que recuperaríamos de un horno a doscientos grados o que salvaríamos de una inundación. Cosas tan lógicas como fotografías de familia y también cosas que van más allá de lo racional: desde una camisa que nos queda grande pero que creemos conserva el olor de una persona, hasta la pulsera de papel de ese primer festival al que fuiste con tus amigos. Diógenes emocional.
Entre mis objetos imprescindibles están el anillo de mi madre, la caja de pinturas que utilizaba mi padre y un cuadro a medio acabar que hizo antes de que naciera; el peluche de un oso con boina que con meses de vida se convirtió en mi mejor amigo - se llama Tata -, una pulsera de cuero trenzado que en secundaria me regalaron; el primer anillo - puedes hacerte una idea de que me encantan, querido lector - que me compré con mi pareja, la blusa de color indefinido de mi abuela - que decidí quedarme de entre los objetos que la residencia en la que pasó sus últimos años nos dio a mi madre y a mí cuando ya se había ido - y el collar que me dio por mi comunión de la cruz de los ángeles - símbolo importantísimo de mi ciudad -.
Todos ellos forman parte de mí, como también lo son cada recuerdo al que me teletransporta cada una de esas cosas. Desde mis primeros pasos hasta el último suspiro de quien fue la mujer de mi vida y mi segunda madre. Joyas, juguetes y prendas de ropa que me acercan a las personas que quiero o he querido durante mis años de existencia.
Las tiendas de segunda mano están ahora mismo en su máximo esplendor. Los mercadillos están llenos de ropa y de objetos que alguna vez pertenecieron a alguien. ¿Cuántas vidas habrá en ese jarrón que ahora decora el salón? ¿De qué habrá sido testigo esa silla que ahora descansa en la esquina de tu cuarto? Me pregunto cuántos objetos habrá en casas ajenas que para otra persona puedan ser la cercanía a la vida que vivieron hace cuarenta años.
Toco mi dedo anular con el dedo corazón. Y me reconforto al notar que una parte no es piel, sino plata. Y siento frío por ser metal, pero a la vez calor porque me recuerda a mi madre. Un recordatorio material de lo más intangible y bonito que nadie puede experimentar: el amor.